Ha conocido nueve papas y siete obispos, una guerra civil, una guerra mundial, ocho golpes de estado, tres reyes, una república y dos dictaduras. Ha vivido bajo cinco sistemas políticos distintos y, más que recordar el pasado, tiene unas ganas inmensas de que llegue su cumpleaños. Se llama Pedro Roncero Menchén, tiene 99 años y es sacerdote desde hace 72.
«Recordar es volver a vivir», dice durante la entrevista, en la que vuelve a vivir casi un siglo agradecido, pero mirando continuamente al futuro: «Lo primero que te voy a decir es que el primero de abril de 1921 nací en Membrilla y tengo mucha ilusión y alegría porque este año cae en Jueves Santo, el día del sacerdote, el día de la institución de la eucaristía y el día del amor fraterno, del amor más grande». Sumado a la ilusión por cumplir 100 años está su aniversario de ordenación, el 4 de abril de 1948 en San Pedro de Daimiel, que este año cae en Domingo de Resurrección. En una carta que escribe con pulso centenario y una caligrafía de maestro que siempre remata hacia arriba, escribe: «Es tiempo de sentarme a tu lado, a solas contigo, Señor, de mirarte a los ojos y, en silencio, brindarte la oferta de mis cien años de vida y setenta y tres de vida sacerdotal y, decirte, de todo corazón: gracias por todo cuanto he recibido y estoy recibiendo y perdón por mis faltas y pecados».
Entró dos veces al Seminario
«Ingresé en el Seminario justo cuando terminé una pintura de la patrona de Membrilla, la Virgen del Espino», recuerda don Pedro, un 13 de noviembre de 1935. Unos meses después estalló la guerra civil. Pasó esos años trabajando junto a su padre en la carpintería colectiva de Membrilla y participando como alumno y profesor auxiliar en la Escuela de Artes y Oficios de la CNT. Su pasión por el dibujo técnico y la pintura han continuado durante toda su vida, unidas al entusiasmo por la predicación y la escritura.
Termina la guerra y don Pedro continúa sintiendo la llamada del Señor: «Estuve pensando y vi que el Señor me llamaba por ese camino. Se lo debo todo al Señor y a la Virgen, sin ellos no habría hecho nada». Gracias a una beca, «que me llegó sin saber cómo», sigue sus estudios en Ciudad Real, completándolos en Pamplona junto a sus compañeros: «Aquí no quedaban profesores después de la guerra».
«Hemos adelantado mucho en la vida, con la ciencia, la técnica, el progreso. Hemos llegado a la luna, pero no hemos aprendido a vivir en la tierra»
Como sacerdote, don Pedro pasó por San Lorenzo de Calatrava y Huertezuelas, donde rememora con gozo la procesión que hicieron con la Virgen cuando Pío XII definió el dogma de la Asunción. Volvió luego a Membrilla como coadjutor y capellán de las monjas, con quienes compartió su devoción a la Inmaculada. Pasó después a Montiel, donde vivió la coronación de la Virgen de los Mártires: «Creí que era muy conveniente la coronación en aquel momento. Se conmovió mucha gente». Pero la mayor parte de su vida pastoral la pasó en Herencia: «Diecisiete años que no se borran del corazón».
Jubilado, regresó a Membrilla, trasladándose luego a Puertollano, donde vive ahora. Como si fuera una genealogía, don Pedro dice seguidos los nombres de todos los sacerdotes a los que ha «ayudado en el apostolado», tanto en Membrilla como en Puertollano. «Una de las cosas más bonitas que me decía es que él sentía como suyo todo lo que yo hacía con los jóvenes, por comunión sacerdotal», rememora ahora uno de esos compañeros.
La predicación de la Palabra
«Le ha gustado mucho siempre predicar, escribía todas sus homilías», dice un sacerdote. «Tengo escritos quince o dieciséis cuadernos de más de doscientas páginas y las homilías de los tres ciclos litúrgicos», explica don Pedro, que está especialmente orgulloso de una obra que no es suya, pero adaptó, el Sermón del encuentro: «Lo he predicado unos 17 o 18 años».
Eso sí, don Pedro deja claro que sin Evangelio no puede haber predicación: «Hay que tomar todo del Evangelio y llevarlo a la vida actual. Yo no sé hablar ni predicar sin el Evangelio. Es la base y el fundamento de la vida, es todo para el sacerdote. Así se salva al mundo. Así cambian las vidas». Por eso, «el sacerdote debe conocer el tiempo que está viviendo, dónde lo está viviendo y de qué manera lo está viviendo. No se puede hablar mucho a la gente si no se conoce el ambiente del pueblo, a las personas. Hay que hacerles vivir aquello que tú debes vivir. No puedes convertir a nadie sin fe, sin amor y, te diría, sin sacrificio. No se puede salvar a nadie sin oración, sin intimidad con el Señor».
Con la predicación de la Palabra, explica don Pedro, cada cristiano tiene que ser un apóstol en su vida: «Si el sacerdote no hace a los seglares apóstoles está perdiendo el tiempo y es inútil su vida. Tiene que servirse de los seglares, que están consagrados por el bautismo. Son ellos los que tienen que hacer apostolado en su ambiente, haciendo mejores a los demás». Si esto no ocurre, hay «una anomalía, un contrasentido».
«Este mundo lo que necesita es un libro y un hombre. Ni el sacerdote puede estar sin el Evangelio, ni el Evangelio sin sacerdote»
«Oración y acción», repite don Pedro casi a modo de lema, porque un cura, «si no hace de su vida oración, no tendrá ninguna fuerza en su vida sacerdotal, que hay que llenar de entrega, de generosidad, de esperanza, de amor, pero sobre todo, de Jesucristo». ¿Cómo se salva el mundo? Don Pedro no duda: «Este mundo lo que necesita es un libro y un hombre. Ni el sacerdote puede estar sin el Evangelio, ni el Evangelio sin sacerdote».
En manos de la Iglesia «el Evangelio no es un libro más, es un ser vivo, dotado de tal vigor y poder que conquista todo lo que se le presenta».
El amor al mundo
En 1969 el hombre llegó a la luna, don Pedro contaba ya más de veinte años de sacerdocio: «Hemos adelantado mucho en la vida, con la ciencia, la técnica, el progreso. Hemos llegado a la luna, pero no hemos aprendido a vivir en la tierra». Dice estas frases como quien ha visto muchas veces una película, la fe le ha dado la seguridad de analizar sin condenar; la esperanza sigue fortaleciendo a un hombre que quiere cambiar el mundo; ¿y el amor?, todo por los demás, a quienes mira con unos ojos vivos, chispeantes, llenos de afecto: «He tenido como lema que todas las personas son superiores a mí en alguna cosa, tengo el deber, la obligación, de escucharlos para aprender de ellos». Por esto, don Pedro siempre llevaba un pequeño cuaderno en el que apuntaba aquello que le decían, se ha empeñado toda la vida en no desaprender nada con la edad.
«Tenemos que resucitar»
«Me ha hecho pensar directamente en la resurrección», dice un sacerdote tras encontrarse con don Pedro estos días. «La resurrección es solo un paso más de lo que ya es él. Para que nada de Pedro muera, sólo necesita resucitar. Cristo resucitado será el garante de que nada de él se pierda y de que todo permanezca para siempre eternamente vivo», continúa el mismo cura, impresionado por el encuentro con don Pedro, siempre sonriente, siempre utilizando el pasado para hablar del futuro. Por eso repite que «recordar es volver a vivir», no a modo de nostalgia, sino para volver a hacer una ofrenda a Dios. Don Pedro ejercita el sacerdocio en cada frase, todo lo ofrece, todo en él es un presente regalado y que regala.
«La resurrección es solo un paso más de lo que ya es él. Para que nada de Pedro muera, sólo necesita resucitar. Cristo resucitado será el garante de que nada de él se pierda y de que todo permanezca para siempre eternamente vivo»
Recordando que este año su aniversario de ordenación cae en Domingo de Resurrección, don Pedro habla de vivir ya resucitados: «Tenemos que resucitar nosotros, a la vida, a la gracia, a la vida de los hijos de Dios. Tenemos que vivir nuestra filiación divina y nuestra fraternidad cristiana. Si se vivieran, el mundo cambiaría». Por eso repite, como una divisa, que lo que el mundo necesita es «oración, Evangelio y apostolado».
Antes de decir adiós, expresa un deseo, una oración que guarda en su memoria: «Yo lo único que digo es que cuando llegue mi hora, cuando llegue la noche, Señor, y tú me quieras pagar, no preguntes mi salario, dame tu amor por jornal, que yo te sirvo de balde y no pido nada más. Perdón, Señor, no te pido poco, pido tu amor».
Tras una hora de conversación, invita a nuevos encuentros: «La puerta abierta, los brazos abiertos, el corazón abierto». La sensación que deja el diálogo es que recogerá la conversación en su corazón, la incorporará al resto de recuerdos de una vida centenaria, y todo esto será parte del regalo que sigue ofreciendo a Dios cada día, volviendo a vivir sus recuerdos, siempre ofreciendo, siempre sacerdote.
Esta entrevista se publicó en el Con Vosotros de 24 de enero de 2021