La pequeña imagen de la Virgen sobre un pilar y la tradición de su aparición en carne mortal al Apóstol Santiago, son cimiento de la piedad mariana del pueblo, honda y sentida. Así se afirma al inicio de la Eucaristía en su fiesta: «Tú permaneces como la columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el desierto».
Dice la tradición que Santiago Zebedeo emprendió el camino hacia “Finis terrae” cumpliendo el mandato del Señor: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio». Después de la Ascensión, la Madre de Jesús, nuestra desde el Calvario, compartiría a distancia la misión de los discípulos. Desde su solicitud maternal, se comprende su presencia “en carne mortal”, antes de subir al Cielo, para apoyar la arriesgada peregrinación de Santiago, el primer apóstol que daría la vida por su Hijo.
Ella misma «avanzó en la peregrinación de la fe, la esperanza y el amor». Su humilde apertura al don de Dios, ternura para cuidar la vida; la intuición del corazón, discreción y serena meditación de todos los acontecimientos, hasta la Cruz, hacen de Ella nuestra Madre amada.
En toda España se la venera con diversas advocaciones y sus imágenes son cuidadas con sincero sentimiento. Pero no olvidemos lo que María indicó en Caná: «Haced lo que Él os diga». El cristiano devoto de la Virgen no se entiende sin una relación directa y personal con su Hijo amado. Ella es la mediadora. Él es «el Camino la Verdad y la Vida».
La piedad popular hacia la Virgen María, diversa en sus expresiones y profunda en sus causas, es un hecho eclesial relevante y universal. Brota de la fe del Pueblo de Dios a Cristo y de la percepción de la misión salvífica que Dios ha confiado a María de Nazaret, para quien la Virgen no es sólo la Madre del Salvador, sino también en el plano de la gracia, la madre de todos los hombres.
Por Pilar Cid Gómez