Pocas imágenes tan realistas y angustiosas como las de Lázaro y Epulón. Ambas por separado. Lázaro en su miseria, digna de haber sido lavada, curada y besada por la recién llevada a los altares Santa Teresa de Calcuta. Epulón, sufriendo el rigor supremo del infierno de estar alejado de Dios para siempre.
Ambos son las dos caras de esa moneda que unas veces cae cara y otras cruz, en esa suerte de providencia que es ser hombre en esta tierra. Ese reparto injusto por el que muchas veces nos preguntamos. Bien podríamos ser nosotros uno u otro, o ambos en distintos momentos de nuestra vida.
Y como siempre, no es un relato ajeno, no es una parábola que queda en cuentecillo para ilustrar una catequesis infantil. No. Es de aplicación cercana y actual. Pues Lázaros, además de pobres de lo material, los hay a montones, suplicando migajas de compañía, cercanía, conversación, amistad, trabajo y otras tantas cosas de las que muchos somos ricos.
Quizás no nos acostemos literalmente en «camas de marfil», pero tampoco «nos dolemos de los desastres de José» (Am 6, 1.4-7). Posiblemente, como metáforas, queden lejanas. Pero no podemos negar, con Pablo, que mediante la oración, podemos pedir a Dios los dones de «la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia y la delicadeza» (1 Tim 6, 11–16), para reconocer a José en su fosa y a Lázaro en el portal.
Si nos preguntamos hace una semana: «Dinero... ¿sí o no?», hoy solo cabe una afirmación: Lázaro sí. Y tiene apellidos y un domicilio, y probablemente nos está llamando desde hace mucho tiempo. Es cuestión de tener alerta los sentidos, los del cuerpo y los del alma.
Por Antonio Gallardo y Pilar Requena