Rendimos culto a la Virgen con multitud de expresiones de devoción. La veneramos, no la adoramos, porque ella no es Dios. Es una criatura, excelente sí, pero una criatura. Y, como de buena madre, todo en ella nos habla de su hijo. En torno a María el pueblo cristiano es convocado a afirmar de ella algunas verdades que llamamos dogmas, donde no sólo se inspira el verdadero fervor mariano, sino que aparece lo que Dios ha hecho en ella. Es a Dios, pues, a quien celebramos cuando celebramos a María.
Primero se la llamó Madre de Dios, de Dios Hijo, con la palabra griega Theotókos (Concilio de Éfeso, siglo V). ¿Qué nos dice este título aplicado a ella? Nos habla de la doble naturaleza de su hijo en su única persona. Llamar a María Madre de Dios es la confesión de la divinidad y humanidad de la persona de Jesucristo.
Ya desde el comienzo del cristianismo se llamaba a María virgen, aunque la definición solemne viniera a partir del siglo VII (Concilio de Letrán). También es una verdad que nos remite al Hijo. El cristiano afirma que en Jesús se rompió la cadena patriarcal que venía por el varón judío. Jesús es naturalmente hijo de María, pero no de ningún varón. Es el hermano universal. Físicamente se parecería a su madre, pero ¿y a quién más? Quizá un poco a todos nosotros.
Igualmente, uno de los sobrenombres que se ponía a la Virgen desde antiguo era el de Inmaculada, nacida sin la mancha del pecado original. Más controvertido fue el debate sobre este dogma, que vio la luz formalmente en el pontificado de Pío IX, 1854. Otra vez Jesús: ella fue preservada por Dios de manera singular y privilegiada en atención a los méritos que su hijo haría como salvador del hombre. Es una obra de Dios en ella, de su Hijo eterno, antes de ser concebido él en su seno. Es la manifestación del gran poder de Dios que, en ella, se adelantó hasta el momento de ser concebida, hasta el instante extraordinario en que comenzamos a ser seres humanos.
Finalmente, y como consecuencia nuevamente de la relación tan especial entre madre e hijo, se definió el dogma de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma (Pío XII, 1950). Es su participación completa en la gloria de Jesucristo, la verdad sobre la resurrección de María, que ya es en ella lo que un día será en todos nosotros.
Por Juan Pedro Andújar Caravaca