Hay un relato que ha entrado en las entrañas del pueblo fiel como el relato del amor, el relato del Amigo “que me amó y se entregó por mí” (S. Pablo): la pasión según S. Juan.
Cuando la belleza de la persona se manifiesta en su totalidad, cuando hasta la muerte más cruel no puede arrebatar la belleza del rostro ensangrentado, cuando los improperios y los insultos no pueden robar el sentido de la vida… aparece en la cruz el rostro amado y amable de Jesús: el cuerpo desnudo, los clavos ensangrentados, la soledad poblada de oración, el silencio elocuente de la presencia de Dios en todo ya entregado… el Misterio del Hijo muerto en cruz.
Poco importan ya los juicios y las mentiras, el dolor y la sangre, la lanza y el letrero… El Hijo ha muerto. Pasión y muerte. Es la máxima expresión de la vida, la primavera a punto de estallar… todo está hecho.
La liturgia cristiana no celebra sacramentos en este día, el Señor ha muerto. Sólo oramos, escuchamos la Palabra, comulgamos… y adoramos la cruz. Adoramos la belleza del Misterio de Dios: todo conducía hasta aquí, a punto de rendirnos de sueño o de pereza, o de incomprensión… permanecemos como Juan y María al pie de la cruz. Y el fiel de hoy no llora al muerto como final sino que hace memoria de lo que vendrá, memoria del sentido que tiene haber entregado la voluntad en manos del Padre.
Y S. Juan nos recuerda los hechos: a la hora en que los corderos mueren en la explanada del templo para comerlos en la cena de Pascua, a esa hora muere en el monte, en la cruz, el Cordero de Dios, el Siervo entregado por nosotros. La hora de nona, la hora del estruendo, de la muerte, del suspiro último…
La liturgia propone la celebración de los oficios del Viernes Santo como una auténtica contemplación del amor de Dios, de la muerte hecha historia de Dios con nosotros. También la liturgia guarda silencio, se torna austera, sencilla, sólo Palabra de Dios como expresión de lo acontecido en la cruz.