La Cuaresma inicia el camino hacia la celebración de la Muerte y Resurrección de Cristo. En ella, la Iglesia, sabiamente, nos invita a intensificar la penitencia, mediante el ayuno, la limosna y la oración, en la tarea de conversión permanente y progresiva a la llamada de Dios, para hacernos personas libres y abiertas a su proyecto, a través de pequeñas muertes, que nos ayudan a pedir perdón y concederlo, a dar verdadero sentido a la vida.
Somos llamados a reconocer nuestro pecado. El término pecado suscita en nuestra sociedad, de creencias plurales, una enorme reticencia. Sin embargo, creyentes y no creyentes, no ignoramos las zonas oscuras de nuestra interioridad: amor propio, egoísmo, orgullo, rencor, ambición desmedida… Realidades que nos condicionan y nos impiden avanzar en el camino de la respuesta al don de Dios, a la plenitud de lo humano. Tendemos a buscar su compensación acumulando bienes de orden material o de naturaleza espiritual. Pensamos que atesorar recursos, cualidades, influencias, es lo necesario para salvar nuestra fragilidad.
Nos preocupa la pobreza de los pobres —y nunca bastante—. Pero el ayuno y la limosna nos enfrentan a la falta de una cultura de la austeridad, esa sabiduría humana y cristiana que personaliza, libera de esclavitudes, y crea un espacio para el otro en nuestro corazón.
Es momento de profundizar en nuestra conciencia, lugar donde Dios y el hombre se encuentran. La fe eclesial auténtica nos exige profundizar en nuestra relación con Él, en la oración personal.
El pecado genera el mal en nuestra vida, e influye en la vida de la comunidad creando un clima favorable a su crecimiento. Un cristiano responsable, no puede resignarse pasivamente al mal ni en el plano individual ni colectivo; sabe que cuenta con la gracia de Dios: «Donde abundó el mal, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).
Por Pilar Cid Gómez, publicado en Con Vosotros de 15 de febrero de 2015.