La valentía, el valor, es una virtud apreciada en todos lugares y culturas. «¿El valor? Se le supone», se decía en la antigua «mili». Su carencia, el miedo, la cobardía, es ridiculizada y despreciada. Llevada a su máxima expresión, el arrojo, pone a la persona en condiciones de heroicidad.
La última jornada del Domund nos incitaba a vivir esa valentía dando el salto a la misión, que nos espera. Pero tenemos que reconocer que a los adultos, aunque se nos suponga el valor, luego tenemos demasiadas prevenciones y límites, y el salto al final se nos queda corto. Raramente llegamos a «dar la talla».
No así con los niños. Ellos tienen menos prejuicios, quizá porque también menos que perder; tienen más ilusión, más capacidad de soñar, de esperar incluso a pesar de las dificultades. Creo que en esto se parecen mucho más a nuestro Dios. No sé si es por eso por lo que Jesús nos decía que tenemos que hacernos como niños.
Porque nuestro Dios, hace pocas semanas que lo celebrábamos, ese sí que ha tenido el atrevimiento de bajar de su cielo y meterse en nuestro barro, de implicarse a tope con nuestra historia, de asumir nuestra fragilidad y debilidades. «Es atrevida la ignorancia», se suele decir. Pero no, es mucho más atrevido el amor.
Y, para colmo, tiene el atrevimiento, la temeridad casi, de dejar todo el asunto en nuestras manos, y cuando Él termina su parte, encomendarnos a nosotros continuar la misión. Eso sí que es osadía, valor, eso sí que es confianza en nuestras capacidades, en nuestra respuesta, en nuestro amor.
Los niños lo entienden. Por eso, a ellos les podemos decir: «Atrévete a ser misionero». Y ellos nos ayudan a todos a ser más valientes, y a comprometernos más en la misión, que es la razón de ser de la Iglesia, y el encargo de nuestro Señor.
Por Damián Díaz Ortiz, publicado en Con Vosotros de 28 de enero de 2018