Con cierto temor y temblor trato de enunciar algunos rasgos de la semblanza de don Antonio porque al aproximarme a su vida, gastada por el servicio apostólico, tengo la sensación de que piso terreno sagrado. Repasando algunos rasgos biográficos de su vida encuentro como característica dominante en ellos su bondad. Supo ser un hombre bueno, un buen cristiano y un buen pastor. Una bondad no tanto innata cuanto comunicada por Dios por dedicar su vida al servicio divino y al de sus hermanos los hombres.
A don Antonio le preocupaba la coherencia de vida en su persona, en las personas que formamos la Iglesia (sacerdotes, religiosos y laicos) y en los dirigentes civiles y sociales. Trató de ser una persona íntegra, con una personalidad bien definida y sin zonas obscuras. Desde mi relación con él y humilde observación se puede decir de su persona lo que Jesús dijo de Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1, 47). En el trato con él resultaba fácil conocer sus prioridades humanas, espirituales, pastorales y sociales.
Don Antonio amaba a la Iglesia, creía en ella y en todo momento manifestaba la comunión con ella. Era un hombre eclesial. Su amor al papa y a sus hermanos obispos estaba por encima de sus preferencias pastorales.
Su vida episcopal la enriquecía diariamente en el trato diario con Dios. Los seminaristas y formadores de nuestro seminario han sido testigos porque vivió entre ellos. Aunque fuese mucha la actividad pendiente —que es característica común en los obispos— no descuidaba el encuentro personal con Jesucristo a través de la oración personal, de la liturgia de las horas y de la celebración eucarística. Seguramente escuchó muchas veces las palabras que Cristo dirigió a Marta en Betania: «Solo una cosa es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no le será quitada» (Lc 10, 41). Su vida de cada día la centró en el sacramento de la Eucaristía. Esta constituyó el centro neurálgico de su ministerio y por eso repetía constantemente en su predicación que el Cuerpo entregado y la Sangre derramada de Jesús debía ser nuestra referencia constante para no poner límites a nuestra obediencia a Dios y al servicio desinteresado a los hermanos.
Don Antonio amaba a la Iglesia, creía en ella y en todo momento manifestaba la comunión con ella. Era un hombre eclesial. Su amor al papa y a sus hermanos obispos estaba por encima de sus preferencias pastorales. Éstas nunca fueron obstáculo que debilitaran la comunión y el trato fraterno con sus hermanos del episcopado, con los sacerdotes, religiosos y el pueblo de Dios a él encomendado. Un gesto diciente, y que le honra, ha sido el trato exquisito que tuvo con su antecesor, don Rafael Torija, así como con los sacerdotes enfermos y ancianos.
Como hombre agraciado por el don del ministerio episcopal ha dedicado su tiempo y energías al ejercicio del ministerio pastoral. Durante trece años nuestra Iglesia de Ciudad Real ha disfrutado de su entrega sin medida. ¡Cuántas gracias debemos darle a Dios por su disponibilidad, unión con Cristo y compromiso apostólico! La mirada a Dios y al quehacer apostólico seguramente empezó a fraguarlo en el seno de la Acción Católica y continuó ejerciéndolo a lo largo de su vida sacerdotal y episcopal.
En pocas palabras, se puede afirmar de don Antonio que nunca pidió ni exigió nada para sí. Lo que reclamaba para otros, no lo reclamaba para él.
Muchos se refieren a él como un obispo cercano, afable, sencillo en el trato y las formas, dialogante y servicial. Serían incontables los gestos que avalan esta descripción de su personalidad y que puso de manifiesto a lo largo de su ministerio. Don Antonio fue un buen conocedor de la geografía y actividad pastoral de la diócesis. No tenía pereza en coger el coche. Aunque la diócesis de Ciudad Real es geográficamente muy extensa, realizó dos visitas pastorales y se hizo presente en aquellos acontecimientos a los que le invitaban. Siempre mantuvo una actitud servicial hasta el punto de concretarse muchas veces en poner a disposición de los demás su maña y afición por la mecánica y la informática.
Un lugar destacado en su preocupación pastoral lo han ocupado los adolescentes y jóvenes. Don Antonio supo compartir con ellos inquietudes y actividades. Tenía una sensibilidad especial para ellos. Iba y estaba dónde iban y estaban y no le dolían prendas de dedicar recursos para la pastoral juvenil. Se hacía presente en todos los encuentros organizados para los jóvenes y por los jóvenes. Los acompañó como peregrino en el camino de Santiago, en las marchas de adviento, vigilias de oración y campamentos. Seguramente muchos de estos jóvenes llorarán hoy su muerte.
Un lugar destacado en su preocupación pastoral lo han ocupado los adolescentes y jóvenes. Don Antonio supo compartir con ellos inquietudes y actividades.
Muchos lo clasifican como que un obispo social. Ciertamente la doctrina social de la Iglesia fue una referencia constante en sus escritos. Durante muchos años fue nombrado en la Conferencia episcopal el obispo consiliario de la pastoral obrera. Hasta su muerte ha estado acompañando a los movimientos apostólicos de Acción Católica y cercano al movimiento obrero. Pero esta referencia brota en él de una fuente anterior: su referencia a las bienaventuranzas evangélicas. La evangelización de los pobres, de los que sufren y lloran, de los drogodependientes y encarcelados, de los que viven la falta de trabajo digno, de los perseguidos por la justicia… fue una constante en sus gestos y en su predicación. Era pronto para encontrarse con ellos y no les faltó nunca su acompañamiento.
En pocas palabras, se puede afirmar de don Antonio que nunca pidió ni exigió nada para sí. Lo que reclamaba para otros, no lo reclamaba para él. Aceptaba lo que le ofrecieran y nunca se quejó ante las críticas y el olvido injusto que otros tuvieran con él. Su pudor cristiano le impedía expresar un comentario quejicoso o un gesto de desagrado. Su muerte nos invita a todos los cristianos de la diócesis de Ciudad Real a dar gracias a Dios por habernos concedido disfrutar durante trece años del regalo de su persona y del don de su ministerio episcopal.
Tomás Villar Salinas,
vicario general de Ciudad Real