La vocación médica está llamada a la curación, pero en este caso la cifra de muertos es enorme, ¿cómo se afronta esa ruptura?
Nos ha tocado vivir unos de los momentos más difíciles de la historia reciente de la Medicina. La aparente tranquilidad que nos confería el hecho de sabernos un país «desarrollado», nos hacía creer inmunes a los efectos de una epidemia destructiva. Ni en nuestras peores pesadillas podíamos contemplar una situación tal, de incertidumbre e impotencia. Especialmente en nuestra Diócesis de Ciudad Real, que ha sido azotada por una cifra muy abultada de fallecidos por el coronavirus.
El tener que asumir y experimentar tan de cerca el sufrimiento de los pacientes, la soledad, y por supuesto, la muerte, opino que ha sido todo un cambio de paradigma social, psicológico y médico, que ha modificado radicalmente la visión de la vida y las relaciones humanas a muchas personas, sean creyentes o no. Ya hay un antes y un después de la COVID-19.
Una frase clásica en la Medicina, muy aludida últimamente, dice: «Curar a veces, aliviar frecuentemente, y consolar siempre». Durante los pasados meses, hemos tenido que reconocer nuestras limitaciones de toda índole (materiales, científicas, psicológicas… ). Hemos tenido que reconocer que hay muchos factores que escapan a nuestro control y que tenemos enormes riesgos, mucho más cercanos de lo que pensábamos como sociedad.
La visión cristiana de la vida debe tener la idea del sufrimiento y de la muerte muy presentes, como parte indisoluble de esta. Hemos tenido que aliviar y consolar en más ocasiones de las que hubiésemos querido, en lugar de poder curar. No obstante, ha sido tremendamente doloroso, y algo que, como médico, en ocasiones me ha llenado de una impotencia y abatimiento que hubieran sido difíciles de sobrellevar sin la fe.
Los recuerdos no serán buenos, pero ¿qué es lo mejor que ha vivido en este tiempo?
No tengo duda: los mejores sentimientos de las personas se han despertado en esta situación tan dramática. No hay horarios, no hay límites al esfuerzo y a los turnos. Los hombres y mujeres que tenían algo concreto que aportar con su trabajo durante la pandemia lo han hecho sin reservas. En cualquier puesto de la sociedad, no solo en el sector sanitario.
¿Ha cambiado su oración en este tiempo? Todos podemos hablar de algún modo de un cambio interior, ¿cuál es ese cambio?
Ese cambio de paradigma al que me refería antes. Creo que nos ha hecho conscientes de lo «finito» de nuestra vida. Que estamos llamados a hacer una misión concreta, durante el tiempo que estemos aquí, en medio de los demás y en el día a día. Cada uno debe descubrirla y seguir su vocación con empeño. Así, el vernos privados de poder compartir con los demás la oración y la eucaristía, ha hecho que valore mucho más la experiencia de comunidad.
¿Qué le pediría a la Iglesia para su sector? ¿Qué cree que puede hacer la Iglesia para ayudar a los sanitarios?
La Iglesia debe estar presente en el acompañamiento, la cercanía y la actividad (callada pero insistente), tal y como hace a día de hoy. Alentando al que sufre, acompañando al que busca, y lavando las heridas de tantos. El amor gratuito del evangelio, sin olvidar la denuncia de la injusticia. Aun en medio de la incomprensión y la crítica ignorante. Pero sabemos que es nuestro sello y la labor que hace esta institución humana desde hace más de 2000 años a pesar de los vaivenes de la historia.
¿Estaba Dios en el Hospital?
Dios estuvo, está y estará siempre en medio de nosotros, especialmente donde hay dolor y sufrimiento. Y utiliza a frágiles e imperfectas herramientas como medio para proclamar su amor.
Publicada en el semanario Con Vosotros el domingo 26 de julio de 2020