El padre bueno y el hijo que se va de casa

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    Todos conocemos esta parábola del Evangelio de san Lucas en el capítulo 15 de su evangelio que leemos en este domingo. Es la parábola del padre bueno y el hijo que se va de casa.

    Jesús se encarnó por designio de Dios, precisamente para mostrarnos la verdadera imagen de Dios, como un Padre bueno que ama por encima de nuestros pecados y defectos, que perdona siempre, que es capaz de compadecerse de nuestras limitaciones humanas y pecados, que se alegra cuando nosotros, después de habernos ido por otros caminos contrarios a los de Dios, decidimos volver. Él nos espera, y cuando nos acercamos, nos abraza y nos llena de besos y se llena de alegría, porque estábamos perdidos y nos hemos encontrado.

    Dios no se cansa de esperarnos, llama a nuestro corazón en cada momento

    Jesús muestra con su enseñanza y con su vida esa imagen llena de bondad, misericordia y perdón de Dios con nosotros. Es eso lo que él hace con los pecadores, es lo que nos enseña que debemos hacer nosotros con los demás, perdonarlos, amarlos a pesar de sus fallos, a pesar de que hagan cosas que nos ofenden; perdonar, en definitiva, como Dios nos perdona. Por eso nos va a decir: sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36), amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Haced el bien incluso a los que no os quieren bien (Mt 5, 44-46). Perdonad y seréis perdonados, no juzgues y no seréis juzgados (Lc 6, 36-38).

    El perdón, la mayoría de las veces, no nos resulta fácil, pero hemos de intentarlo hasta setenta veces siete, es decir, siembre, porque el perdón es la concreción del amor. Si no perdonamos no amamos, y si no amamos, estamos fuera del mandamiento nuevo que el Señor nos dio de amarnos unos a otros como él nos amó.
    En la parábola de san Lucas el Padre está pendiente de la vuelta de su hijo, y por eso sale todos los días al camino a ver si le ve venir.

    Dios está pendiente de nosotros y nos espera con los brazos abiertos y llama a las puertas de nuestro corazón en todos los momentos, para que volvamos a la amistad con él, a la casa del Padre donde seguro que vamos a estar plenamente felices, aunque a veces hayamos buscado la felicidad por otros derroteros que no dan nada más que amargura.

    Él está esperándonos con los brazos abiertos y con su corazón lleno de amor

    El Padre, cuando lo ve volver, se llena de alegría y corre hacia él y lo abraza y no le deja dar explicaciones, a pesar de que el hijo había preparado su discurso: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti (Lc 15, 21ss).
    Dios, cuando nosotros reconocemos que hemos pecado y nos disponemos a volver, a confesarnos, a recobrar la gracia de Dios, hace lo mismo con nosotros, se llena de alegría y nos espera con los brazos abiertos para cerrarlos sobre nosotros y recibirnos como hijos y tratarnos como tales.

    El Padre, lleno de alegría, sin pedirle explicaciones, les dice a los criados que le pongan el mejor vestido y que preparen una fiesta, porque este hijo estaba perdido y lo ha encontrado.

    Esta es la actitud de Dios con nosotros, no nos pide explicaciones, simplemente nos abraza y nos vuelve a recibir en su casa, que se pone de fiesta porque hemos vuelto. Por eso el sacramento del perdón no es un sacramento de tristeza ni de caras largas, sino el sacramento de la alegría, porque nos encontramos con nuestro Padre Dios que nos abraza, se alegra de nuestra vuelta y de que estemos dispuestos a volver a comenzar.

    La Cuaresma es un tiempo propicio de conversión, de vuelta a la casa paterna, de vuelta al camino de Dios, por eso el principal mensaje que recibimos en este tiempo es la llamada a la conversión.

    Dios no se cansa de esperarnos, llama a nuestro corazón en cada momento de nuestra vida, espera nuestra vuelta y se alegra verdaderamente si un día nos decidimos y volvemos a comenzar, de nuevo, como hijos suyos.

    Él está esperándonos con los brazos abiertos y con su corazón lleno de amor, para entregárnoslo a nosotros y lo quiere hacer a través del sacramento de la penitencia en el que confesemos nuestros pecados y disfrutemos del amor y el perdón que Él nos ofrece, de la alegría que Él siente de nuestra vuelta: «Porque este hijo estaba perdido y lo hemos encontrado, estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15, 23).

    + Gerardo
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