La dicha de dejarse enriquecer por Dios

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En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: 

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. (Mateo 5, 1-12a)

En una sociedad como la nuestra, donde en general las supremas aspiraciones, los valores más cotizados, los servicios más vendidos y comprados giran en torno al tener, al placer, al poder, al prestigio, a la fiesta, al laurel, al aplauso… la proclamación de las bienaventuranzas cristianas tienen por la fuerza que sonar, tanto al hombre moderno como postmoderno, a un crimen oscurantista de leso bienestar, a una propuesta políticamente incorrecta y perseguible de involución hacia la infelicidad y la miseria, a un mensaje reaccionario y criminal de inhumanismo sádico-masoquista. Echarla al pasto de las llamas, reduciéndola a una mala pesadilla de un Loco y de un Débil, sería el mejor servicio que se le podría a esta página evangélica prestar. Y si alguien se le ocurriera proponerla como materia obligatoria en educación para la ciudadanía, lo menos que debería ocurrirle tendría que ser la concesión irrevocable de un expediente de incapacidad docente absoluta… 

Y sin embargo, si por un terremoto de conversión social y transmutación de valores, se llegara a un personal y comunitario consenso, sudado y merecido, de impregnar del Espíritu de las Bienaventuranzas nuestras finanzas y mercados, nuestros centros de difusión política y cultural, todos nuestros descorazonados corazones reprimidos en su potencial afectivo y efectivo…, descubriríamos asombrados, agraciados y agradecidos, el vuelco revolucionario que experimentaría nuestro mundo en todas sus aspectos y dimensiones. Sería un salto de gigante el que todos recibiríamos y daríamos, provocando un anticipo y adelanto de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva, inaugurados y presentes ya en Jesús. Vivo tras su muerte en el corazón de todo y de todos con una energía sanadora y vivificadora universal, enriquecedora de pobrezas radicales, beatificante profunda de aflicciones sustantivas, creadora y recreadora de corazones nuevos entrañablemente amados de Dios y amantes de los hombres, transformadora de lágrimas amargas en lágrimas festivas, de persecuciones y patíbulos en coronas martiriales de triunfos definitivos y totales… 

No en vano las bienaventuranzas fueron concebidas por Cristo como breves fórmulas de contenido y tono proféticos, que anunciaban la llegada del Reino previsto por Isaías, llegada que hacía de los pobres, de los afligidos, de los hambrientos y de los perseguidos los beneficiarios de la salvación mesiánica. Cristo, en efecto, al proclamar las bienaventuranzas primitivas, más que enunciar condiciones morales (Mateo) o sociales (Lucas) para entrar en el Reino, proclamó a la manera profética que determinadas situaciones desgraciadas (las más típicas habitualmente consideradas en el estilo profético) habían por fin provocado la benevolente atención de Dios presente en Cristo y advenido y dado gratuitamente para todos los pobres y empobrecidos de sí mismos y del mundo. 

Y es desde esa benevolente atención de Dios desde donde podemos, dichosos y felices, agraciados y agradecidos, confesar que las bienaventuranzas constituyen la carta magna de la Nueva Alianza, del Nuevo Amor de Dios hacia sus débiles y necesitados hijos que con Él son todo y sin Él son reducidos a la nada. Porque la ley nueva del amor universal es viable tan sólo para quienes son pobres, dulces y humildes, es decir, para quienes renuncian a encontrar en un bien creado cualquiera con lo que se pueda saciar su sed de absoluto, a quienes no quieren poseer nada sino que se abandonan a Dios y se confían plenamente en Él. 

Por Juan Sánchez Trujillo  Listado completo de Comentarios